martes, 19 de agosto de 2008

EDAD CONTEMPORANEA


Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 219 años, entre 1789 y 2008. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteando para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.
Los
acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución Industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales: los privilegiados y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo: el movimiento obrero, en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte y la literatura, liberados por el
romanticismo de las sujecciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios; se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas, escritos y audiovisuales, lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comienza con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.
La Edad Contemporánea es una división reciente de la
historia, ya que es el cuarto segmento de la vieja clasificación de Cristóbal Celarius en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna. De hecho, lo que para los historiadores de tradición latina es la "Edad Contemporánea" o "Época Contemporánea", para los historiadores anglosajones son los Late Modern Times (literalmente "Últimos Tiempos Modernos", traducible como "Edad Moderna Tardía" o "Edad Moderna Posterior"), en contraste con los Early Modern Times (literalmente "Tempranos Tiempos Modernos", traducible como "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior"). Es legítimo cuestionarse si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la Contemporánea.

Si se define la Modernidad como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos bien característicos (antropocentrismo -confianza en el ser humano por sobre lo divino-, idea de progreso social, énfasis en la libertad individual, valoración del conocimiento y la investigación científicas, etcétera), entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación de todos estos conceptos, que surgieron en Europa Occidental a finales del siglo XV y comienzos del XVI con el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden entenderse como la culminación lógica y exacerbación de esta cosmovisión respecto del período precedente. A partir de entonces, la confianza en el ser humano y en el progreso científico se manifestó en una ideología muy característica: el positivismo, que encontró su reflejo político en el liberalismo y en el secularismo, y religioso en el agnosticismo; llevado a su extremo, permitió el desarrollo del darwinismo social. A su vez, la doctrina de los derechos humanos, desarrollada con elementos anteriores, se plasmó para dar forma a la democracia contemporánea, que a partir del siglo XIX se fue extendiendo con distintas vicisitudes hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de gobierno en la actualidad, con notables excepciones.
Pero por otra parte, durante la Edad Contemporánea se desarrolló también un discurso correlativo que pone un fuerte énfasis en la llamada
crítica de la Modernidad, y que en su vertiente más radical desemboca en el nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica de la Modernidad en el Romanticismo y su utopía de reencontrarse con las raíces históricas de los pueblos, o en la filosofía de Arthur Schopenhauer o más modernamente del Existencialismo, o en ideologías políticas como el comunismo, o en estilos artísticos como el teatro del absurdo, o en concepciones teóricas como el Postmodernismo, por mencionar tan solo algunos ejemplos puntuales. Pero por otra parte, la idea de reemplazar al ideal ilustrado de progreso y confianza optimista en las capacidades del ser humano, es en sí misma una noción progresista y de confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas "superaciones de la Modernidad" muchas veces son vistas a posteriori como nuevas variantes del discurso moderno.
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político), puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la Modernidad o sólo significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el
capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado. En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal decimonónico europeo clásico, regido por una minoría burguesa empecinada en la acumulación de capital, asentada sobre una gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos Estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
Sin embargo, en el
siglo XX, esta triple identidad (económica, social y política) se fue trizando. Por una parte, el surgimiento de una poderosa clase media, en particular gracias al desarrollo del estado del bienestar, tendió a limar la distancia entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por ideologías inspiradas en el marxismo, desde el comunismo más radical hasta las variantes más moderadas de socialismo; en el siglo XX, en el campo científico, los presupuestos del capitalismo fueron puestos a prueba por el desarrollo de la moderna Teoría de Juegos, que en muchos aspectos enmendó la plana a los planteamientos económicos clásicos de Adam Smith. En cuanto a los Estados nacionales, si bien numerosos pueblos y naciones del globo terminaron por convertirse en sendos Estados durante los siglos XIX y XX, éstos no siempre resultaron viables, y una cantidad numerosa de ellos terminaron degenerando en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, en particular cuando las fronteras se fijaron siguiendo los límites geográficos de los imperios coloniales en desintegración, que a su vez habían sido delimitados con criterios bien distintos al interés de las naciones sometidas a dichos imperios; por otra parte, los estados nacionales se transformaron, después de la Segunda Guerra Mundial, en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, debido a la hegemonía impuesta por los Estados Unidos y la Unión Soviética sobre ellos.
La desaparición de ésta y del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del
siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades -religiosas, sexuales, de edad, nacionales, grupales, culturales, deportivas- o actitudes -pacifismo, ecologismo- muchas veces competitivas entre sí.

La era de la Revolución
En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el
Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una Revolución, y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución.[2] Suele hablarse de tres planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el predominio del sector primario (Revolución Industrial); el social, caracterizado por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes, justificados por la ideología liberal (Revolución liberal).

Proceso social y político acaecido en Francia entre 1789 y 1799, cuyas principales consecuencias fueron el derrocamiento de Luis XVI, perteneciente a la Casa real de los Borbones, la abolición de la monarquía en Francia y la proclamación de la I República, con lo que se pudo poner fin al Antiguo Régimen en este país.
Aunque las causas que generaron la Revolución fueron diversas y complejas, éstas son algunas de las más influyentes: la incapacidad de las clases gobernantes —nobleza, clero y burguesía— para hacer frente a los problemas de Estado, la indecisión de la monarquía, los excesivos impuestos que recaían sobre el campesinado, el empobrecimiento de los trabajadores, la agitación intelectual alentada por el Siglo de las Luces y el ejemplo de la guerra de la Independencia estadounidense.
Las teorías actuales tienden a minimizar la relevancia de la lucha de clases y a poner de relieve los factores políticos, culturales e ideológicos que intervinieron en el oigen y desarrollo de este acontecimiento.
Las razones históricas de la Revolución
Más de un siglo antes de que Luis XVI ascendiera al trono (1774), el Estado francés había sufrido periódicas crisis económicas motivadas por las largas guerras emprendidas durante el reinado de Luis XIV, la mala administración de los asuntos nacionales en el reinado de Luis XV, las cuantiosas pérdidas que acarreó la Guerra Francesa e India (1754-1763) y el aumento de la deuda generado por los préstamos a las colonias británicas de Norteamérica durante la guerra de la Independencia estadounidense (1775-1783).
Los defensores de la aplicación de reformas fiscales, sociales y políticas comenzaron a reclamar con insistencia la satisfacción de sus reivindicaciones durante el reinado de Luis XVI. En agosto de 1774, el rey nombró controlador general de Finanzas a Anne Robert Jacques Turgot, un hombre de ideas liberales que instituyó una política rigurosa en lo referente a los gastos del Estado.
No obstante, la mayor parte de su política restrictiva fue abandonada al cabo de dos años y Turgot se vio obligado a dimitir por las presiones de los sectores reaccionarios de la nobleza y el clero, apoyados por la reina, María Antonieta de Austria.
Su sucesor, el financiero y político Jacques Necker tampoco consiguió realizar grandes cambios antes de abandonar su cargo en 1781, debido asimismo a la oposición de los grupos reaccionarios. Sin embargo, fue aclamado por el pueblo por hacer público un extracto de las finanzas reales en el que se podía apreciar el gravoso coste que suponían para el Estado los estamentos privilegiados.
La crisis empeoró durante los años siguientes. El pueblo exigía la convocatoria de los Estados Generales (una asamblea formada por representantes del clero, la nobleza y el Tercer estado), cuya última reunión se había producido en 1614, y el rey Luis XVI accedió finalmente a celebrar unas elecciones nacionales en 1788.
La censura quedó abolida durante la campaña y multitud de escritos que recogían las ideas de la Ilustración circularon por toda Francia. Necker, a quien el monarca había vuelto a nombrar interventor general de Finanzas en 1788, estaba de acuerdo con Luis XVI en que el número de representantes del Tercer estado (el pueblo) en los Estados Generales fuera igual al del primer estado (el clero) y el segundo estado (la nobleza) juntos, pero ninguno de los dos llegó a establecer un método de votación.


A pesar de que los tres estados estaban de acuerdo en que la estabilidad de la nación requería una transformación fundamental de la situación, los antagonismos estamentales imposibilitaron la unidad de acción en los Estados Generales, que se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. Las delegaciones que representaban a los estamentos privilegiados de la sociedad francesa se enfrentaron inmediatamente a la cámara rechazando los nuevos métodos de votación presentados.
El objetivo de tales propuestas era conseguir el voto por individuo y no por estamento, con lo que el tercer estado, que disponía del mayor número de representantes, podría controlar los Estados Generales. Las discusiones relativas al procedimiento se prolongaron durante seis semanas, hasta que el grupo dirigido por Emmanuel Joseph Sieyès y el conde de Mirabeau se constituyó en Asamblea Nacional el 17 de junio.
Este abierto desafío al gobierno monárquico, que había apoyado al clero y la nobleza, fue seguido de la aprobación de una medida que otorgaba únicamente a la Asamblea Nacional el poder de legislar en.materia fiscal. Luis XVI se apresuró a privar a la Asamblea de su sala de reuniones como represalia. Ésta respondió realizando el 20 de junio el denominado Juramento del Juego de la Pelota, por el que se comprometía a no disolverse hasta que se hubiera redactado una constitución para Francia.
En ese momento, las profundas disensiones existentes en los dos estamentos superiores provocaron una ruptura en sus filas, y numerosos representantes del bajo clero y algunos nobles liberales abandonaron sus respectivos estamentos para integrarse en la Asamblea Nacional.
El inicio de la Revolución
El rey se vio obligado a ceder ante la continua oposición a los decretos reales y la predisposición al amotinamiento del propio Ejército real. El 27 de junio ordenó a la nobleza y al clero que se unieran a la autoproclamada Asamblea Nacional Constituyente. Luis XVI cedió a las presiones de la reina María Antonieta y del conde de Artois (futuro rey de Francia con el nombre de Carlos X) y dio instrucciones para que varios regimientos extranjeros leales se concentraran en París y Versalles.
Al mismo tiempo, Necker fue nuevamente destituido. El pueblo de París respondió con la insurrección ante estos actos de provocación; los disturbios comenzaron el 12 de julio, y las multitudes asaltaron y tomaron La Bastilla —una prisión real que simbolizaba el despotismo de los Borbones— el 14 de julio.
Antes de que estallara la revolución en París, ya se habían producido en muchos lugares de Francia esporádicos y violentos disturbios locales y revueltas campesinas contra los nobles opresores que alarmaron a los burgueses no menos que a los monárquicos. El conde de Artois y otros destacados líderes reaccionarios, sintiéndose amenazados por estos sucesos, huyeron del país, convirtiéndose en el grupo de los llamados émigrés.
La burguesía parisina, temerosa de que la muchedumbre de la ciudad aprovechara el derrumbamiento del antiguo sistema de gobierno y recurriera a la acción directa, se apresuró a establecer un gobierno provisional local y organizó una milicia popular, denominada oficialmente Guardia Nacional. El estandarte de los Borbones fue sustituido por la escarapela tricolor (azul, blanca y roja), símbolo de los revolucionarios que pasó a ser la bandera nacional.
No tardaron en constituirse en toda Francia gobiernos provisionales locales y unidades de la milicia. El mando de la Guardia Nacional se le entregó al marqués de La Fayette, héroe de la guerra de la Independencia estadounidense. Luis XVI, incapaz de contener la corriente revolucionaria, ordenó a las tropas leales retirarse. Volvió a solicitar los servicios de Necker y legalizó oficialmente las medidas adoptadas por la Asamblea y los diversos gobiernos

Edad Contemporánea es el nombre con el que se designa el periodo histórico comprendido entre la Revolución francesa y la actualidad. Comprende un total de 219 años, entre 1789 y 2008. La humanidad experimentó una transición demográfica, concluida para las sociedades más avanzadas (el llamado primer mundo) y aún en curso para la mayor parte (los países subdesarrollados y los recientemente industrializados), que ha llevado su crecimiento más allá de los límites que le imponía históricamente la naturaleza, consiguiendo la generalización del consumo de todo tipo de productos, servicios y recursos naturales que han elevado para una gran parte de los seres humanos su nivel de vida de una forma antes insospechada, pero que han agudizado las desigualdades sociales y espaciales y dejan planteando para el futuro próximo graves incertidumbres medioambientales.
Los
acontecimientos de esta época se han visto marcados por transformaciones aceleradas en la economía, la sociedad y la tecnología que han merecido el nombre de Revolución Industrial, al tiempo que se destruía la sociedad preindustrial y se construía una sociedad de clases presidida por una burguesía que contempló el declive de sus antagonistas tradicionales: los privilegiados y el nacimiento y desarrollo de uno nuevo: el movimiento obrero, en nombre del cual se plantearon distintas alternativas al capitalismo. Más espectaculares fueron incluso las transformaciones políticas e ideológicas (Revolución liberal, nacionalismo, totalitarismos); así como las mutaciones del mapa político mundial y las mayores guerras conocidas por la humanidad.
La ciencia y la cultura entran en un periodo de extraordinario desarrollo y fecundidad; mientras que el arte y la literatura, liberados por el
romanticismo de las sujecciones académicas y abiertos a un público y un mercado cada vez más amplios; se han visto sometidos al impacto de los nuevos medios de comunicación de masas, escritos y audiovisuales, lo que les provocó una verdadera crisis de identidad que comienza con el impresionismo y las vanguardias y aún no se ha superado.
La Edad Contemporánea es una división reciente de la
historia, ya que es el cuarto segmento de la vieja clasificación de Cristóbal Celarius en Antigüedad, Edad Media y Edad Moderna. De hecho, lo que para los historiadores de tradición latina es la "Edad Contemporánea" o "Época Contemporánea", para los historiadores anglosajones son los Late Modern Times (literalmente "Últimos Tiempos Modernos", traducible como "Edad Moderna Tardía" o "Edad Moderna Posterior"), en contraste con los Early Modern Times (literalmente "Tempranos Tiempos Modernos", traducible como "Edad Moderna Temprana" o "Edad Moderna Anterior"). Es legítimo cuestionarse si hubo más continuidad o más ruptura entre la Edad Moderna y la Contemporánea.

Si se define la Modernidad como el desarrollo de una cosmovisión con rasgos bien característicos (antropocentrismo -confianza en el ser humano por sobre lo divino-, idea de progreso social, énfasis en la libertad individual, valoración del conocimiento y la investigación científicas, etcétera), entonces es claro que la Edad Contemporánea es una continuación de todos estos conceptos, que surgieron en Europa Occidental a finales del siglo XV y comienzos del XVI con el Humanismo, el Renacimiento y la Reforma Protestante; y se acentuaron durante la denominada crisis de la conciencia europea de finales del siglo XVII, que incluyó la Revolución Científica y preludió a la Ilustración. Las revoluciones de finales del XVIII y comienzos del XIX pueden entenderse como la culminación lógica y exacerbación de esta cosmovisión respecto del período precedente. A partir de entonces, la confianza en el ser humano y en el progreso científico se manifestó en una ideología muy característica: el positivismo, que encontró su reflejo político en el liberalismo y en el secularismo, y religioso en el agnosticismo; llevado a su extremo, permitió el desarrollo del darwinismo social. A su vez, la doctrina de los derechos humanos, desarrollada con elementos anteriores, se plasmó para dar forma a la democracia contemporánea, que a partir del siglo XIX se fue extendiendo con distintas vicisitudes hasta llegar a ser el ideal más universalmente aceptado de forma de gobierno en la actualidad, con notables excepciones.
Pero por otra parte, durante la Edad Contemporánea se desarrolló también un discurso correlativo que pone un fuerte énfasis en la llamada
crítica de la Modernidad, y que en su vertiente más radical desemboca en el nihilismo. Es posible seguir el hilo de esta crítica de la Modernidad en el Romanticismo y su utopía de reencontrarse con las raíces históricas de los pueblos, o en la filosofía de Arthur Schopenhauer o más modernamente del Existencialismo, o en ideologías políticas como el comunismo, o en estilos artísticos como el teatro del absurdo, o en concepciones teóricas como el Postmodernismo, por mencionar tan solo algunos ejemplos puntuales. Pero por otra parte, la idea de reemplazar al ideal ilustrado de progreso y confianza optimista en las capacidades del ser humano, es en sí misma una noción progresista y de confianza en la capacidad del ser humano que efectúa esa crítica, por lo que esas "superaciones de la Modernidad" muchas veces son vistas a posteriori como nuevas variantes del discurso moderno.
En cada uno de los planos principales del devenir histórico (económico, social y político), puede cuestionarse si la Edad Contemporánea es una superación de las fuerzas rectoras de la Modernidad o sólo significa el periodo en que triunfan y alcanzan todo su potencial de desarrollo las fuerzas económicas y sociales que durante la Edad Moderna se iban gestando lentamente: el
capitalismo y la burguesía; y las entidades políticas que lo hacían de forma paralela: la nación y el Estado. En el siglo XIX, estos elementos confluyeron para conformar la formación social histórica del estado liberal decimonónico europeo clásico, regido por una minoría burguesa empecinada en la acumulación de capital, asentada sobre una gran masa de proletarios, compartimentada por las fronteras de unos Estados nacionales de dimensiones compatibles con mercados nacionales que a su vez controlaban un espacio exterior disponible para su expansión colonial.
Sin embargo, en el
siglo XX, esta triple identidad (económica, social y política) se fue trizando. Por una parte, el surgimiento de una poderosa clase media, en particular gracias al desarrollo del estado del bienestar, tendió a limar la distancia entre la burguesía y el proletariado. Por la otra, el capitalismo fue duramente combatido, aunque con éxito bastante limitado, por ideologías inspiradas en el marxismo, desde el comunismo más radical hasta las variantes más moderadas de socialismo; en el siglo XX, en el campo científico, los presupuestos del capitalismo fueron puestos a prueba por el desarrollo de la moderna Teoría de Juegos, que en muchos aspectos enmendó la plana a los planteamientos económicos clásicos de Adam Smith. En cuanto a los Estados nacionales, si bien numerosos pueblos y naciones del globo terminaron por convertirse en sendos Estados durante los siglos XIX y XX, éstos no siempre resultaron viables, y una cantidad numerosa de ellos terminaron degenerando en terribles conflictos civiles, religiosos o tribales, en particular cuando las fronteras se fijaron siguiendo los límites geográficos de los imperios coloniales en desintegración, que a su vez habían sido delimitados con criterios bien distintos al interés de las naciones sometidas a dichos imperios; por otra parte, los estados nacionales se transformaron, después de la Segunda Guerra Mundial, en actores cada vez menos relevantes en el mapa político, debido a la hegemonía impuesta por los Estados Unidos y la Unión Soviética sobre ellos.
La desaparición de ésta y del bloque comunista ha dado paso al mundo actual del
siglo XXI, en que las fuerzas rectoras tradicionales presencian el doble desafío que suponen tanto la tendencia a la globalización como el surgimiento o resurgimiento de todo tipo de identidades -religiosas, sexuales, de edad, nacionales, grupales, culturales, deportivas- o actitudes -pacifismo, ecologismo- muchas veces competitivas entre sí.

La era de la Revolución
En los años finales del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX se derrumba el
Antiguo Régimen de una forma que fue percibida por los contemporáneos como una aceleración del ritmo temporal de la historia, que trajo cambios trascendentales conseguidos tras vencer de forma violenta la oposición de las fuerzas interesadas en mantener el pasado: todos ellos requisitos para poder hablar de una Revolución, y de lo que para Eric Hobsbawm es La Era de la Revolución.[2] Suele hablarse de tres planos en el mismo proceso revolucionario: el económico, caracterizado por el triunfo del capitalismo industrial que supera la fase mercantilista y acaba con el predominio del sector primario (Revolución Industrial); el social, caracterizado por el triunfo de la burguesía y su concepto de sociedad de clases basada en el mérito y la ética del trabajo, frente a la sociedad estamental dominada por los privilegiados desde el nacimiento (Revolución burguesa); y el político e ideológico, por el que se sustituyen las monarquías absolutas por sistemas representativos, con constituciones, parlamentos y división de poderes, justificados por la ideología liberal (Revolución liberal).

Proceso social y político acaecido en Francia entre 1789 y 1799, cuyas principales consecuencias fueron el derrocamiento de Luis XVI, perteneciente a la Casa real de los Borbones, la abolición de la monarquía en Francia y la proclamación de la I República, con lo que se pudo poner fin al Antiguo Régimen en este país.
Aunque las causas que generaron la Revolución fueron diversas y complejas, éstas son algunas de las más influyentes: la incapacidad de las clases gobernantes —nobleza, clero y burguesía— para hacer frente a los problemas de Estado, la indecisión de la monarquía, los excesivos impuestos que recaían sobre el campesinado, el empobrecimiento de los trabajadores, la agitación intelectual alentada por el Siglo de las Luces y el ejemplo de la guerra de la Independencia estadounidense.
Las teorías actuales tienden a minimizar la relevancia de la lucha de clases y a poner de relieve los factores políticos, culturales e ideológicos que intervinieron en el oigen y desarrollo de este acontecimiento.
Las razones históricas de la Revolución
Más de un siglo antes de que Luis XVI ascendiera al trono (1774), el Estado francés había sufrido periódicas crisis económicas motivadas por las largas guerras emprendidas durante el reinado de Luis XIV, la mala administración de los asuntos nacionales en el reinado de Luis XV, las cuantiosas pérdidas que acarreó la Guerra Francesa e India (1754-1763) y el aumento de la deuda generado por los préstamos a las colonias británicas de Norteamérica durante la guerra de la Independencia estadounidense (1775-1783).
Los defensores de la aplicación de reformas fiscales, sociales y políticas comenzaron a reclamar con insistencia la satisfacción de sus reivindicaciones durante el reinado de Luis XVI. En agosto de 1774, el rey nombró controlador general de Finanzas a Anne Robert Jacques Turgot, un hombre de ideas liberales que instituyó una política rigurosa en lo referente a los gastos del Estado.
No obstante, la mayor parte de su política restrictiva fue abandonada al cabo de dos años y Turgot se vio obligado a dimitir por las presiones de los sectores reaccionarios de la nobleza y el clero, apoyados por la reina, María Antonieta de Austria.
Su sucesor, el financiero y político Jacques Necker tampoco consiguió realizar grandes cambios antes de abandonar su cargo en 1781, debido asimismo a la oposición de los grupos reaccionarios. Sin embargo, fue aclamado por el pueblo por hacer público un extracto de las finanzas reales en el que se podía apreciar el gravoso coste que suponían para el Estado los estamentos privilegiados.
La crisis empeoró durante los años siguientes. El pueblo exigía la convocatoria de los Estados Generales (una asamblea formada por representantes del clero, la nobleza y el Tercer estado), cuya última reunión se había producido en 1614, y el rey Luis XVI accedió finalmente a celebrar unas elecciones nacionales en 1788.
La censura quedó abolida durante la campaña y multitud de escritos que recogían las ideas de la Ilustración circularon por toda Francia. Necker, a quien el monarca había vuelto a nombrar interventor general de Finanzas en 1788, estaba de acuerdo con Luis XVI en que el número de representantes del Tercer estado (el pueblo) en los Estados Generales fuera igual al del primer estado (el clero) y el segundo estado (la nobleza) juntos, pero ninguno de los dos llegó a establecer un método de votación.


A pesar de que los tres estados estaban de acuerdo en que la estabilidad de la nación requería una transformación fundamental de la situación, los antagonismos estamentales imposibilitaron la unidad de acción en los Estados Generales, que se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. Las delegaciones que representaban a los estamentos privilegiados de la sociedad francesa se enfrentaron inmediatamente a la cámara rechazando los nuevos métodos de votación presentados.
El objetivo de tales propuestas era conseguir el voto por individuo y no por estamento, con lo que el tercer estado, que disponía del mayor número de representantes, podría controlar los Estados Generales. Las discusiones relativas al procedimiento se prolongaron durante seis semanas, hasta que el grupo dirigido por Emmanuel Joseph Sieyès y el conde de Mirabeau se constituyó en Asamblea Nacional el 17 de junio.
Este abierto desafío al gobierno monárquico, que había apoyado al clero y la nobleza, fue seguido de la aprobación de una medida que otorgaba únicamente a la Asamblea Nacional el poder de legislar en.materia fiscal. Luis XVI se apresuró a privar a la Asamblea de su sala de reuniones como represalia. Ésta respondió realizando el 20 de junio el denominado Juramento del Juego de la Pelota, por el que se comprometía a no disolverse hasta que se hubiera redactado una constitución para Francia.
En ese momento, las profundas disensiones existentes en los dos estamentos superiores provocaron una ruptura en sus filas, y numerosos representantes del bajo clero y algunos nobles liberales abandonaron sus respectivos estamentos para integrarse en la Asamblea Nacional.
El inicio de la Revolución
El rey se vio obligado a ceder ante la continua oposición a los decretos reales y la predisposición al amotinamiento del propio Ejército real. El 27 de junio ordenó a la nobleza y al clero que se unieran a la autoproclamada Asamblea Nacional Constituyente. Luis XVI cedió a las presiones de la reina María Antonieta y del conde de Artois (futuro rey de Francia con el nombre de Carlos X) y dio instrucciones para que varios regimientos extranjeros leales se concentraran en París y Versalles.
Al mismo tiempo, Necker fue nuevamente destituido. El pueblo de París respondió con la insurrección ante estos actos de provocación; los disturbios comenzaron el 12 de julio, y las multitudes asaltaron y tomaron La Bastilla —una prisión real que simbolizaba el despotismo de los Borbones— el 14 de julio.
Antes de que estallara la revolución en París, ya se habían producido en muchos lugares de Francia esporádicos y violentos disturbios locales y revueltas campesinas contra los nobles opresores que alarmaron a los burgueses no menos que a los monárquicos. El conde de Artois y otros destacados líderes reaccionarios, sintiéndose amenazados por estos sucesos, huyeron del país, convirtiéndose en el grupo de los llamados émigrés.
La burguesía parisina, temerosa de que la muchedumbre de la ciudad aprovechara el derrumbamiento del antiguo sistema de gobierno y recurriera a la acción directa, se apresuró a establecer un gobierno provisional local y organizó una milicia popular, denominada oficialmente Guardia Nacional. El estandarte de los Borbones fue sustituido por la escarapela tricolor (azul, blanca y roja), símbolo de los revolucionarios que pasó a ser la bandera nacional.
No tardaron en constituirse en toda Francia gobiernos provisionales locales y unidades de la milicia. El mando de la Guardia Nacional se le entregó al marqués de La Fayette, héroe de la guerra de la Independencia estadounidense. Luis XVI, incapaz de contener la corriente revolucionaria, ordenó a las tropas leales retirarse. Volvió a solicitar los servicios de Necker y legalizó oficialmente las medidas adoptadas por la Asamblea y los diversos gobiernos
provisionales de las provincias
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