viernes, 22 de agosto de 2008

EL COMERCIO FEUDAL


El mundo feudal europeo se caracterizaba por relaciones personales verticales dictadas por reglas estrictas basadas en la costumbre. Las relación entre el señor y sus siervos suponía apelar a un sistema de obligaciones mutuas y de servicios, desde lo más alto a lo más bajo, establecidas en función de la posesión de la tierra. Los servicios que el siervo debía al señor y los que el señor debía al siervo, por ejemplo frente a un ataque o el estallido de una guerra, eran todos convenidos y cumplidos según la costumbre. La posesión de la tierra implicaba su explotación agrícola con base en un sistema comunal; cultivándose colectivamente los campos abiertos y estableciéndose acuerdos contractuales para el reparto de las cosechas, el uso de las máquinas, herramientas, y la prestación de los servicios por parte de los vasallos hacia su señor. De esta organización participaba activamente la Iglesia, poseedora de una gran cantidad de tierras, las cuales ampliaba frecuentemente en virtud de las donaciones que recibía en calidad de herencia por parte de los señores. El rasgo más importante en lo económico de los dominios feudales, se refiere a que sea cual fuere la relación entre patrono y trabajador, ya se tratara de un estatuto tradicional, de una obligación o de una compulsión, el hecho es que los productos se entregaban pero no se vendían.
Sobre este orden de dominio de la tierra, junto con toda suerte de compulsiones y exacciones respecto al trabajo, van a ocurrir desde el siglo X importantes cambios vinculados a dos hechos estrechamente vinculados entre si: la expansión demográfica y el crecimiento de la actividad comercial. Hacia comienzos del siglo XII, la presión demográfica comienza a provocar una disminución del control de la tierra por parte de los señores, mientras que la expansión del comercio trae aparejado nuevas relaciones contractuales para el trabajo y para los intercambios. En principio, incluso algunos señoríos se convierten en factores de animación económica y en reguladores de los movimientos de la producción y de los intercambios. Posteriormente, dan paso a la organización de los mercados en torno a las ferias y a la emergencia de poderosos centros urbanos funcionando como redes articuladas de comercio.
Estrechamente vinculado a la expansión demográfica, el movimiento de expansión del espacio agrícola, la multiplicación de los núcleos urbanos y de colonización regional, representan la expresión tangible del crecimiento económico de la Europa de los siglos medievales tempranos; proceso que continuará a todo lo largo de la Edad Media, aunque sometido a significativas perturbaciones. El aumento de las roturaciones y la intensificación del uso de los terrazgos existentes determinarán el incremento de la producción agrícola. El desbloqueo de una situación precaria sirve de incentivo para el desarrollo de otras actividades productivas, particularmente la industria artesanal y el comercio. En conjunto con esta evolución, comienza a gestarse una red de relaciones personales horizontales para el trabajo, para los préstamos y la compra-venta de mercancías, apoyándose en un esquema cooperativo del todo diferente al existente en el señorío feudal tradicional; una red de relaciones comerciales y de intercambio de servicios entre centros urbanos y poblados rurales; y una red comercial interregional que abarcará prácticamente toda Europa y amplias zonas de comercio con regiones del Cercano Oriente, el norte de Africa y Asia oriental.
Actuando como causa al mismo tiempo que como consecuencia, al unísono o de forma aislada, una serie de factores se van a correlacionar para tener efectos significativos en la ampliación de los intercambios y en la vinculación de los espacios comerciales. Entre estos factores destaca, en primer lugar, las mejoras de las vías y de los medios de comunicación como expresión de los adelantos técnicos que se estaban gestando en los transportes, especialmente en los fluviales y marítimos. Sirva como ejemplo la región de Lombardía, donde en los últimos decenios del siglo XII los municipios urbanos acometen una relevante obra de renovación de las rutas y de las vías navegables. La posibilidad que la más remota aldea se hiciera accesible en barco o en carro desde la ciudad, promoviendo los intercambios, agilizó los acuerdos comerciales entre centros urbanos y localidades rurales, reduciéndose los costos de transporte implicados.
Un hecho colateral testimonia la importante mejora de las vías de navegación, incentivada por la dinámica comercial regional e internacional europea. Es el aumento constante de la capacidad de carga de los barcos mercantes. Hacia 1320, las galeras venecianas que se dirigían a Chipre o Flandes tenían una capacidad de carga de aproximadamente 110 a 115 toneladas métricas; un siglo después la capacidad de carga había aumentado a 170 toneladas métricas; y hacia 1550 dicha capacidad se había elevado hasta 280. Pero quienes se convierten en los líderes de las embarcaciones con una gran capacidad de carga, provocando que la productividad de los transportes se dispare, son los genoveses. Hacia finales del siglo XIII se observarán barcos genoveses que exceden la capacidad de flete de 450 toneladas de las naos catalanas, consideradas hasta ese momento las de mayor tonelaje. Este avance genovés tiene su explicación en la necesidad de transportar unos productos pesados a bajo precio para asegurar el abastecimiento de la ciudad. Los grandes navíos no eliminan a los pequeños y la circulación de éstos es un buen indicador de una coyuntura económica favorable.
Un segundo factor que potencia el funcionamiento de redes de producción y de comercio se observa en la instalación de los mercados locales, floreciendo mayoritariamente en el norte de Europa. En Inglaterra, la Corona era la otorgante de las cartas de establecimiento de estas ferias y mercados, llegando a entregar cerca de dos mil. Algunas ferias comerciales llegaron a ser muy importantes, como las ferias de Champaña, logrando concentrar un gran número de compradores y vendedores de los más variados productos. Sin embargo, hacia finales del siglo XIV las ferias comenzaron a decaer, al ser paulatinamente sustituidas por mercados permanentes ubicados en áreas urbanas, y en la medida que seguían reduciéndose los costos de transporte de las rutas de comunicación marítima entre el norte y el sur. Cabe destacar que en las ferias ya se percibía, además de las operaciones comerciales de productos, la instauración de un incipiente sistema de cambio monetario. Los días finales de una determinada feria eran dedicados a las transacciones financieras, implicando cambios de diferentes monedas, una vez pesadas y evaluadas; negociaciones de préstamos, pago de deudas antiguas; se honraban cartas de crédito y se hacían operaciones con letras de cambio.
El aspecto anterior está vinculado con el hecho de que la ampliación de la base monetaria para que las transacciones se lleven a cabo y el dinero adquiera algunas de sus funciones especializadas, se venía gestando en Europa desde la época carolingia. Cerca del año mil, existía una gran variedad de monedas en circulación, respondiendo a varias tradiciones monetarias. El sistema evoluciona en la dirección de desarrollarse hacia un plurimetalismo y, simultáneamente, hacia un régimen de monometalismo plata, vinculado relativamente a la explotación de las minas de plata (Bohemia, Cerdeña, Tirol, Sajonia). Desde el siglo XIII tres tipos de monedas se utilizan con diferentes propósitos. El vellón es la moneda de los intercambios cotidianos (pan, vino, limosnas, portazgos, censos); la plata es la moneda de los mercaderes y de las transacciones del mercado local; el oro y las letras de cambio están reservadas al comercio internacional, a los príncipes y a la aristocracia (Contamine et. al, 2000).
Hacia mediados del siglo XIII, la propia dinámica comercial impone que las monedas más sólidas, como las monedas de oro emitidas en gran cantidad en ciudades muy activas económicamente, terminen convirtiéndose en el patrón de referencia para la fijación de los tipos de cambio. De hecho, se ha presentado al Florín, emitido en Florencia, como las monedas que en el siglo XV representaba el papel del dólar en el presente. Los primeros y principales usuarios de las monedas de oro van a ser los propios italianos, en la medida que son ellos quienes manejan buena parte del comercio internacional, pero también los operadores de los fondos de los principados y del papado. En los años centrales del siglo XIV la moneda de oro se diversifica y es emitida por diversos reinos, perdiendo así el florín su situación de cuasi monopolio y siendo este aspecto un síntoma de una verdadera integración de la moneda de oro en la economía europea.
Un tercer factor detrás de la expansión comercial se relaciona con que, trátese de la producción rural o de la producción urbana, ésta adquiere unas nuevas cualidades derivadas del papel imputable a cambios, aunque rudimentarios, en la organización de las tareas, y la preeminencia que va adquiriendo el trabajo asalariado. La unidad industrial típica lo constituye el taller agremiado, formado por el maestro artesano produciendo junto con sus trabajadores, siendo el mismo a menudo fabricante y vendedor a la vez. Por lo general, las materias primas para elaborar sus productos le pertenecían, así como las herramientas con las cuales trabajaba. Esta rudimentaria especialización, a pesar de sus limitaciones, significó contar con una mano de obra cada vez más cualificada. La aparición del trabajo asalariado denota uno de los cambios más significativos provocados por la expansión del comercio y el incremento de la población. La introducción de los salarios posibilita una mejor medida del ingreso del trabajador tanto en términos monetarios como en términos reales, asociado a los cambios de los precios, la oferta y la demanda de trabajo. Las consecuencias del incremento de la población provocarán la caída del salario real, elevándose el nivel de precios de los principales rubros, fundamentalmente los agrícolas, la dinámica contraria generará un incremento del salario real del trabajador [1].
Un cuarto factor relevante es la división del trabajo que comienza a operar entre la producción urbana y la producción rural, estableciéndose una red de intercambios alrededor de ellas. Los núcleos urbanos se concentraron en la producción de artículos manufacturados y en el comercio; el campo, ampliado cada vez más en la medida que se incorporaban tierras de frontera para su cultivo, se especializó en la producción de los rubros agrícolas necesarios para abastecer el creciente mercado, conformado tanto por los que ya no producían sus propios alimentos, así como por los negociantes de materias primas obtenidas del medio rural. Los intercambios involucraban además la movilización de campesinos y artesanos hacia las ciudades, en la medida que factores como la expansión demográfica y el propio crecimiento del comercio los impulsaba a buscar nuevas oportunidades. Un ejemplo característico de estas relaciones urbano-rurales se puede visualizar en el papel que cumplía la producción de vino, que hasta la época carolingia fue tenido por un cultivo de lujo. El desarrollo de los viñedos se da con fuerza a partir del siglo XI, cuando la viticultura campesina coexiste, y en muchos casos sustituye a la viticultura eclesiástica. En la medida que se amplió la producción vinícola, consecuentemente se expandieron las redes rurales y urbanas para su comercio, contribuyendo a difundir mejores técnicas para su producción, el trabajo asalariado, y un mayor desarrollo de la tonelería y la organización para su transporte y exportación.
La manifestación más palpable del impulso adquirido por los intercambios comerciales, lo representa la aparición de nuevos núcleos urbanos y la consolidación o crecimiento de los existentes. Las ciudades generarán una gran dinámica, propiciando la creación de nuevas instituciones políticas y económicas, como el gremio, la confraternidad, la universidad, nuevas normas para los negocios y las finanzas, y nuevas actitudes hacia aspectos como el tiempo, el riesgo, el trabajo. La expansión del comercio independizó las transacciones basadas en la necesidad de especificar el conjunto de los bienes a transar. Al ampliarse, por ejemplo, los pagos en metálico, la balanza se inclinó hacia nuevas formas contractuales más eficaces, que reducían los costos de transacción implicados. La emergencia de comunidades que operaban dentro de un sistema de relaciones sociales, de producción y distribución de lo producido diferente al régimen feudal imperante, se logró en algunas regiones con base en la cooperación de los mismos estamentos feudales; empero, en otras regiones comportó una intensa pugna con éstos, en la medida que las nuevas relaciones amenazaban sus beneficios y privilegios.
Las causas subyacentes al origen de las ciudades medievales es tema de controversia y depende sobremanera de las condiciones particulares, variantes de región a región y de un país a otro. En ciertas ciudades, los factores más influyentes parecen haber sido el aumento de la densidad de población y unas particulares condiciones geográficas, en otras ciudades el elemento de mayor peso para su surgimiento lo constituyó la expansión del comercio. No se puede descartar que las variables mencionadas hayan actuado al unísono en algunos casos, ni que otras causas puedan ser consideradas. Al parecer, algunas ciudades se originaron a partir de un aumento de la densidad de población en ciertos medios rurales, por lo cual existió, al menos en un principio, una continuidad entre comunidad aldeana y comunidad urbana. Así, ciertas ciudades inglesas, por ejemplo Manchester, pueden haber tenido un origen puramente rural, aunque su desarrollo urbano fue imputable a una buena posición geográfica, como un fiordo, o la cercanía al estuario de un río, determinando su conversión en centros comerciales (Dobb, 1979).
Otra tesis, debida a Pirenne (1980), encuentra la explicación del resurgimiento de las ciudades en el establecimiento de grupos de comerciantes y artesanos bajo las murallas de un monasterio o un castillo, no sólo por la protección militar que éste proporcionaba, o por su situación favorable sobre una ruta comercial ya existente, sino también porque allí se le ofrecían ciertos privilegios a cambio de proveer algunas necesidades demandadas por los feudos. El factor decisivo para este resurgimiento fue el renacimiento del comercio marítimo en el Mediterráneo, trayendo como consecuencia el movimiento de caravanas comerciales transcontinentales y, en su momento, el asentamiento de colonias locales de mercaderes. Ejemplos de ciudades constituidas bajo estas condiciones serían Londres y, en Europa continental, París, Colonia en los márgenes del Rin, y ciudades germanas y flamencas como Bremen, Magdeburgo, Gante y Brujas.
Respecto a la validez de los argumentos del historiador belga hay serias interrogantes, en la medida que asienta casi de manera exclusiva la emergencia de las ciudades como una consecuencia directa del renacimiento comercial en el ámbito mediterráneo. Así como la insurgencia del Islam fue la causa del declive de la Europa meridional desde el siglo VII, nuevos elementos relacionados con el poder musulmán y su influencia en el Mediterráneo, generarían un nuevo giro que significarían el repunte comercial, tres siglos después, de esta región. Como lo documentan Contamine et. al. (2000), así como no fue el Islam, sino la gran peste del siglo VI la que hizo colapsar la población meridional y desorganizar sus redes de circulación y de comercio, apartándola un largo tiempo de la escena económica, cuando se produce el renacimiento de esta región, no fue su impulso el que se propagó por el resto del continente. En realidad, ya el Norte de Europa se encontraba en plena renovación, aproximadamente desde el siglo VII, pues no se vio tan afectado por las consecuencias de la peste que asoló el Mediterráneo. Cuando se renueva la producción y el comercio en la zona meridional europea, la zona septentrional ya disfrutaba de buenas condiciones para la organización de los intercambios [2].
Venecia sirve de modelo de desarrollo de la ciudad-estado mercantil. Desde el siglo VIII sus barcos transportan hacia Constantinopla los productos de las regiones que la rodean; aceite, trigo y vinos de Italia, sal de las lagunas, maderas de construcción, vidrio, armas y, a pesar de las prohibiciones de la Iglesia, esclavos que consiguen sus marinos en los pueblos eslavos de las costas del Adriático. En pago reciben los valiosos tejidos en seda y de muselina que fabrica la industria bizantina, así como especias que Constantinopla recibe de Asia. Influyó sobremanera en este comercio, lo altamente apreciadas que eran en Occidente las especias de la India, principalmente la pimienta, que incluso llegó a utilizarse en algunos sitios como medio de pago; también eran muy demandada la nuez moscada, así como el jengibre, la canela y el azafrán, junto con las sustancias aromáticas provenientes de Asia Menor, como el incienso, el bálsamo, la mirra [3]. Ya en el siglo X y los dos siguientes el nivel de comercio veneciano alcanza grandes proporciones, combinándose el auge de riqueza con un sistema organizado de poder, una organización política y administrativa que la coloca en un plano hegemónico dentro de su área de influencia, y aun más allá, hacia el interior de Europa.
Las Cruzadas determinarán el aumento de la influencia comercial de Venecia, pero también provocará un impulso de la misma naturaleza sobre otras ciudades italianas y, en menor medida, posteriormente, sobre las ciudades de la región de Cataluña, particularmente Barcelona. El eje comercial incorporará rápidamente a Florencia, Milán, Génova y Pisa. Se forma así un comercio triangular entre estas ciudades, algunas regiones de Asia y el norte de Europa. Dentro de este movimiento económico van surgiendo las industrias que ayudan a conformar una matriz donde el comercio no sólo se basa en productos agrícolas. Las ciudades italianas se convierten, irradiando hacia el espacio mediterráneo, en una amplia red comercial textil, sustentada fundamentalmente en la pañería de lana, pero incluyendo también los tejidos de lienzo y de seda. En efecto, a la circulación Occidente-Oriente de los paños y de los lienzos, corresponde, en sentido inverso, la de la seda y el alumbre (mordiente indispensable para la industria textil). Dado que este tipo de comercio complementario implicaba para las ciudades italianas la exportación de productos pesados de bajo coste, frente a la importación de “bienes de lujo” con mayor valor agregado y un tráfico comercial más costoso, el intercambio con Oriente sólo pudo ser equilibrado por medio de masivas exportaciones desde Occidente.
Esta corriente internacional de comercio, tuvo la particularidad de afianzarse por encima de la situación de amenaza política que significó para Europa el avance turco. Como lo sostiene Pirenne (1975), más allá de la importancia de la expansión islámica en los destinos del mundo, ésta no cambió la situación de preeminencia comercial que las ciudades italianas acababan de adquirir en el Levante. La ofensiva islámica se concentraba en tierra firme, puesto que los turcos tenían una flota débil. En realidad, antes que perjudicarlos, el comercio de los italianos con las costas de Asia menor los beneficiaba. Por intermedio de este comercio, las especias traídas por las caravanas de China y de India, podían transitar hacia Siria, donde eran embarcadas por los comerciantes italianos. La persistencia de la navegación creó el efecto de un mecanismo de mutuo beneficio, que a la par de incrementar el poderío económico de las ciudades italianas, también mantenía la dinámica de la actividad económica de las regiones turcas. Por otra parte, aunque el tráfico comercial con Asia se sustentó en la importación de especias, es un error considerar que se limitaba exclusivamente a estos rubros. Hacia 1200 la variedad de productos que se importaban de China, India y el mundo musulmán, incluirían arroz, naranjas, albaricoques, higos, pasas, perfumes, medicinas, materias para teñir. Hay que agregar el algodón y la seda bruta, cuyo comercio aumenta ostensiblemente en la medida que se desarrolla la industria textil italiana y flamenca.
De manera similar a la red comercial de centros urbano-rurales italianos, se enmarcan las actividades realizadas por las ciudades de la Liga Hanseática. Aunque de las regiones del Mar del Norte y hacia el Báltico fluía desde el siglo X un significativo comercio, manejado entre otros por escandinavos, flamencos, franceses y los habitantes de las islas Gotland, fueron los alemanes de las ciudades ribereñas, apoyados en una tecnología naval superior, quienes aportaron aires renovadores al comercio, logrando desplazar a sus competidores. La creación de la Liga tuvo su punto de partida en la fundación de la ciudad de Lubeck, en 1158, pero la fecha efectiva del nacimiento de la Hansa fue el año 1161, cuando los mercaderes alemanes que frecuentaban la isla Gotland, el mayor centro comercial de la zona, hicieron un pacto de mutua solidaridad, protección y apoyo mercantil. Un eje comercial unía la ciudad de Novgorod, situada en Rusia, con Londres, con etapas intermedias en Lubeck, Hamburgo, Brujas, desde donde partían ramales transversales. De Oriente llegaban pieles, cueros, miel y cera; de Occidente, paños de lana y sal; de los ramales intermedios, cobre y hierro de Escandinavia, pescado en conserva de Islandia, cereales y madera de Prusia y Polonia, minerales de Hungría, vino de Alemania meridional y Francia. Las ciudades hanseáticas añadían a este mercado sus propios productos: cerveza, paños de lino, sal y cereales.
En los puertos bálticos, por tanto, se embarcaban productos voluminosos y de bajo valor, en tanto que en los del Mar del Norte, las mercancías eran más reducidas pero de mucho más elevado precio. El eje principal Este-Oeste era cruzado por otro Norte-Sur, de menor importancia, atravesando el valle del Rin y llegando hasta Francia e Italia, al frente del cual estaba la ciudad de Colonia. A Venecia, los mercaderes de la Hansa, que tenían su propia sede en el “Almacén de los Alemanes” traían joyas de ámbar y piezas de lino de Westfalia, en tanto que adquirían especias, seda y frutos del Mediterráneo. Igualmente, los mercaderes italianos mantenían almacenes y representantes en todas las regiones del norte europeo. La Liga Hanseática era poderosa, y en el momento de su máximo apogeo formaban parte de ella más de un centenar de ciudades diseminadas en un área de más de 500 kilómetros, asegurándose el control de prácticamente todo el comercio de Europa septentrional con el resto del mundo. En realidad, constituyeron una especie de Estado en sí mismo, que celebraba acuerdos comerciales, protegían sus naves mercantes con sus propios navíos de guerra, y realizaba asambleas gubernamentales en las cuales se elaboraban sus leyes particulares.
A diferencia del comercio mediterráneo, donde las ciudades italianas importaban desde el Oriente bienes mucho más refinados que los que exportaban, la Hansa exportaba mayoritariamente bienes manufacturados e importaba de Oriente bienes voluminosos provenientes fundamentalmente de las estepas rusas. Por ello, aunque el volumen del comercio hanseático tal vez superaba el comercio mediterráneo, el valor de las exportaciones y de las importaciones de mercancías requerían de menores capitales con respecto al más sofisticado comercio practicado por los italianos, los cuales obtenían mayores utilidades con un volumen transportado mucho menor. Es probable que esta sea la razón por la cual no se encuentren en las ciudades de la Hansa los poderosos hombres de negocios de la Italia medieval, que terminarán por convertirse en los banqueros dominantes del sistema financiero europeo de la época (Pirenne, 1975).
Sirva, a propósito de destacar estas amplias redes de producción y comercio, importación y exportación, mostrar en sus rasgos esenciales la trama de uno de los productos más representativos de la economía medieval: los tejidos de lana. La materia prima de la industria textil procedía del medio rural inglés, de donde se exportaban alrededor de 3.000 a 4.000 toneladas anuales en la segunda mitad del siglo XIII, principalmente hacia Flandes y Florencia, para abastecer la demanda de estos dos importantes centros de producción de tejidos. La transportación estaba controlada por barcos de la Liga Hanseática. La especialización derivó en el desplazamiento del artesanado rural, cuya calidad de confección no podía competir con la organización industrial urbana, que suponía una mayor división de las tareas de producción y la posibilidad de contar con fondos capitalistas. Hacia finales del siglo XIII, los mercaderes italianos no sólo compraban la lana directamente en Londres, sino que también adquirían, en las ferias de Champaña, el paño sin teñir. Luego el paño era teñido en Florencia y Siena, obteniendo una mejor calidad de tejido, permitiendo satisfacer mejor los exigentes gustos de sus clientes orientales.
En el siglo XIV, se produce un relativo declive de la industria pañera flamenca y florentina. Este hecho fue aprovechado por Inglaterra que, al disminuir la demanda de su materia prima, destinó los excedentes de lana a su propia industria. Hacia mediados del siglo XV la economía inglesa procesaba un poco más del 50% de su lana, basada en un sistema de producción rural más que urbano. El resultado fue la producción de tejidos de más baja calidad, pero de menor coste, dirigidos a un mercado ampliado, prefigurando la producción en masa. Los centros de industria pañera italianos, flamencos y ahora ingleses, estimularon la demanda de lana castellana, apreciada por su alta calidad. De manera que la articulación comercial da otro giro, incorporando a la región de Castilla, promoviendo la transformación de ciudades como Burgos, que se convirtieron en importantes centros comerciales.
En resumen, la expansión del comercio europeo entre las diversas regiones y con Asia, se convirtió en una dinámica económica mutuamente beneficiosa, toda vez que se estableció a partir de cierto grado de especialización. El patrón de especialización de la producción europea se basó en sus condiciones demográficas, geográficas y climáticas. La variedad de recursos y condiciones climáticas originaba una amplia diferenciación de cultivos y ganados, por una parte, y de producción de bienes manufacturados y servicios (transporte, servicios de crédito) por otra, permitiendo un amplio abanico para el intercambio. En las regiones donde el factor a aprovechar ventajosamente era la tierra, la oferta incluía productos voluminosos como madera, grano, lana, que eran intercambiados por bienes manufacturados, producidos en los asentamientos más densamente poblados, donde el factor relativamente abundante era la mano de obra, posibilitando el desarrollo de la industria artesana. La condición ventajosa de los emplazamientos urbanos y rurales se correspondía relativamente con la situación respecto a las zonas fronterizas, por las salidas marítimas, la dirección de los cursos fluviales, y, de manera menos importante, por el relieve del suelo. Esto determinó que ciertas regiones se convirtieran en centros de alta densidad poblacional, capaces de concentrase en la producción de bienes manufacturados y servicios, articulando unas redes comerciales de amplio alcance y un importante desarrollo.
Aunque de forma más tardía, el modelo original de expansión del comercio europeo se va a repetir con características similares en otras sociedades no occidentales. En efecto, varias regiones de Japón experimentaron un auge económico importante. Edo, inicialmente una población pesquera en el siglo XVI, se convertirá hacia comienzos de 1700 en un gran centro comercial, junto con el eje conformado por Osaka y Kioto, constituyendo una red de conexiones provinciales que incentivaban nuevas técnicas de compra, incluyendo sistemas de crédito y operaciones con letras de cambio y de compensación de saldos. Los lineamientos del desarrollo comercial japonés, igual que en el caso de las regiones europeas, se basó en cierta especialización, división del trabajo y una mayor atención a las señales de la demanda. Este proceso fue mucho más rápido en la nación nipona en la medida que disfrutaba de ventajas reflejadas en doscientos cincuenta años sin guerras; transporte acuático mas barato y de mejor acceso; una sola cultura y un solo idioma; abolición de barreras al comercio doméstico; y desarrollo de una ética comercial común (Landes, 1999).

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